Philippe Sollers, Discurso Perfecto. Ensayos sobre literatura y arte. (El cuenco de plata, Buenos Aires, 2013)
Para Philippe Sollers la literatura
es una experiencia del cuerpo
Por Osvaldo Quiroga, TÉLAM,
SLT 118, 06/03/2014
En casi todos sus ensayos, Philippe
Sollers, uno de los intelectuales más prestigiosos de la cultura europea
contemporánea, muestra su deuda con Nietzsche. No por casualidad una de sus
últimas novelas, “Una vida divina”, está basada en la figura del autor de
“Genealogía de la moral”. Fundador de la revista Tel Quel, publicación central en la vanguardia literaria francesa,
Philippe Sollers es uno de esos escritores inclasificables, capaz de combinar
el ensayo y la ficción de tal manera que resulta imposible separarlos. En el
siglo de Sartre, de Derridá, de Foucault, de Deleuze, de Lacan, el mismo
Sollers ha dejado su impronta. Su filosofía de vida podría resumirse en esta
afirmación: “Para saber escribir –dijo- hay que saber leer. Y para saber
leer hay que saber vivir. Si uno quiere escribir mucho, tiene
que leer mucho y vivir mucho”.
En “Discurso Perfecto. Ensayos sobre
literatura y arte”, que publicó El cuenco de plata, se incluyen ensayos sobre
Shakespeare, Sade, Rimbaud, Poe, Céline, Beckett, Joyce y Fitzgerald, entre los
escritores, pero también hay páginas sobre música y reflexiones sobre las obras
de Renoir, Van Gogh y Bacon. El estilo de Sollers es directo, y como sostiene Silvio Mattoni, “el autor sigue planteando
combates. Su mirada sobre el presente no deja de introducir ácidas críticas en
cada frase, y aquello que defiende –las pasiones de la lectura y del
arte, la defensa del escribir por encima de todo, el erotismo de la escritura-
sigue basándose en lo mejor de la cultura francesa del siglo XX”.
Hay dos ideas centrales en todos sus
ensayos y rondan sobre las verdades del arte y del erotismo, este último, claro, entendido como dimensión poética tanto de los cuerpos como de la
escritura. Para Sollers la verdad estética es prima hermana
de la verdad erótica. Él formula, algunas veces de manera explícita, que
la dimensión erótica es el alma de toda obra que se
precie de artística. En ese sentido sigue los pasos de
Bataille, otro escritor francés que aparece en las páginas de “Discurso
perfecto”. No en vano, en un ensayo titulado “El amor
de Shakespeare”, cita al genial bardo: “Aprendes a leer lo que en silencio el
amor escribe. El amor sutil sabe escuchar con los ojos. Si no
es cierto, entonces nadie amó nunca y no escribí nada”.
La escritura de Sollers es deslumbrante.Y en “Discurso Perfecto” se hace visible su
capacidad para conectar mundos aparentemente distantes, su habilidad para manejar
las citas, su profunda cultura y, sobre todo, la ausencia de todo
acartonamiento. En ese sentido este libro es una
delicia para cualquier lector. Cuando aborda a Céline, poeta maldito si los
hay, antisemita confeso, sorprende con esta afirmación: “Se olvida demasiado
rápido que Céline es un gran escritor cómico, a veces aterrador, por cierto,
pero profundamente cómico. La risa de Céline es tan aguda y enorme como su
experiencia del delirio y su convicción de la nada”. Cuando aborda a Antonin
Artaud, el autor de “El teatro y su doble”, se refiere al extremo dolor que
pasó el poeta. Porque en la locura, es cierto, no hay nada
que beneficie al sujeto. La locura es una agonía que bloquea al creador. Si Artaud escribió libros maravillosos fue porque pudo sobreponerse,
en algunas etapas de la vida, a la psicosis. “El electroshock
–escribe Artaud- me desespera, me quita la memoria, aletarga mi
pensamiento y mi corazón, me convierte en un ausente
que se sabe ausente y se ve durante semanas persiguiendo su ser, como un muerto
junto a un vivo que ya no es él, que exige su regreso y en donde él ya no puede
entrar”.
El erotismo y la religión en
Bataille, escenas de la accidentada vida del Marqués de Sade, la poesía de
Baudelaire, la rabia de Flaubert y la accidentada vida de Rimbaud son parte de
algunas de las mejores páginas de “Discurso perfecto”. Cuando aborda a Samuel
Beckett, lejos de referirse a “Esperando a Godot”, su obra más emblemática,
cuenta los últimos días del genial escritor en un geriátrico y nos deja un
retrato conmovedor: el de un hombre que hasta el último minuto, aún en el sopor
y delirio de la inminencia de la muerte, recitaba poemas. Lo que sucede es que
los grandes autores, aquellos que dejan su existencia en la búsqueda de la
palabra exacta, los mismos que se comprometen con su obra por encima del
reconocimiento de sus pares y de las opiniones de los críticos de la época,
ellos, y no otros, saben que la literatura puede ser más verdadera que la vida.
Al margen de toda solemnidad,
Philippe Sollers le dedica un ensayo a la risa. La
risa como algo vital. La de
Shakespeare, Molière, Cervantes o Rabelais. Pero también la de los
escritores importantes del siglo XX: Proust, Joyce, Kafka, Céline.
Para Sollers: “Esa bufonería fundamental también puede expresarse en
situaciones trágicas tanto como en escenas cómicas”.
Quizá uno de los mayores atractivos
de estos ensayos, algunos muy breves, guarden estrecha relación con la deriva
intelectual, arte que pocos practican (no saben lo que se pierden) y que
consiste, ni más ni menos, que en saltar de un tema a otro como quien anda por
calles conocidas pero en las que descubre siempre algo nuevo. Es entendible que
muchos en Francia consideren que Sollers es un gran
provocador. ¿Pero cómo podría hablarse de las verdades del
arte y el erotismo sin cierta provocación? Ensayos
tediosos y vacíos abundan. Y cuando se habla en serio, al margen de la
charlatanería, y surgen ideas potentes, no siempre demostrables, surge la
controversia de manera natural. La predilección del autor por los clásicos no
es inocente. En ellos siempre encontramos la palabra cercana
que atraviesa el tiempo y nos susurra algo parecido a la verdad. La
verdad de cada uno, no la de la moral mediocre, más bien aquella que alcanzamos
cuando somos capaces, como Sollers, de vivir la literatura como una experiencia
del cuerpo.
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Contra la academia, a favor del virtuosismo
Desde hace casi medio siglo, Philippe Sollers ocupa un lugar central en las letras francesas. Un intelectual que articula una
erudición asombrosa con la actitud propia de un esnob:
escribe sus textos a mano con tinta azul comprada en Venecia, tiene sus dedos
cargados de anillos y fuma con una larga boquilla. Se publica
en castellano “Discurso Perfecto”, una travesía esencial por los creadores sustanciales
de nuestro tiempo.
Por Jorge Consiglio | 03/11/2013 | PUBLICADO EN EDICIÓN IMPRESA DE PERFIL
Hay un tipo
de intelectual, cuya matriz probablemente sea francesa, que maneja con destreza
y total naturalidad una herramienta argumentativa que conjuga lucidez implacable
con aguda mordacidad. Este intelectual desafía a sus lectores, los acorrala a
fuerza de verdad, los empuja, los interpela, duda de que sean francos. Les dice: “¿Conocen a Antonin Artaud? ¿Han oído
hablar de él? Vamos, seamos serios, apenas. Hay
demasiadas cosas que leer, a menudo es reiterativo, los cansa, no pega con sus
empleos sobrecargados de tiempo, no forma parte de la
temporada de novedades literarias. Pero su discurso no se
agota en la mera exasperación; ofrece también pensamientos iluminados y palabras
organizadas en torno a la pasión. A esta clase de intelectual pertenece
Philippe Sollers (Talence, 1936), uno de los fundadores, en 1960, de la revista
Tel Quel, publicación que contribuyó a la difusión de pensadores y artistas
como Barthes, Foucault, Joyce y Derrida, entre otros. También fue director de
la revista L’ Infini, editor y autor de Gallimard, cronista en el
diario Le Monde y participa en programas de televisión y de radio.
Definitivamente, Sollers, que lleva en su haber más de sesenta libros publicados, apuesta a la controversia y divide las aguas.
Están los que lo aman y los que lo odian; sin embargo,
unos y otros reconocen su autoridad intelectual. Desde hace más de cuarenta y
cinco años ocupa un lugar central en el mundo de las letras francesas y es considerado
como el “padrino” del mundo literario local por su destreza en el manejo de
influencias y por su habilidad casi ajedrecística en la organización de
camarillas que lo tengan como líder. Este hombre articula un pensamiento
brillante y una erudición asombrosa con la actitud propia de un esnob: escribe
sus textos a mano con tinta azul comprada en Venecia, tiene sus dedos cargados
de anillos, fuma con una larga boquilla y califica sin ningún pudor a sus
enemigos literarios de “desesperados automáticos”, “incultos pretenciosos” o
“rebeldes recién llegados”. Justamente, Luisa Corradini
aborda el tema del esnobismo en una entrevista que le hizo al autor en 2006. La respuesta de Sollers fue contundente: “Ningún escritor puede ignorar el
esnobismo que toca a la esencia impalpable del poder y del éxito. Sus ingredientes simbólicos varían en el tiempo, pero el esnobismo
conserva una dimensión fascinante a la cual el escritor es sensible y cuyas
formas se ve obligado a descifrar. Los aspectos
ridículos de todo esnobismo, incluidos los del mismo escritor, son una
inagotable mina de contenidos. Para luchar contra la uniformización, el
escritor trata de singularizarse mediante ínfimos movimientos moleculares,
sublimes o vulgares. Todo es útil”.
En los
próximos días, llegará a las librerías Discurso perfecto, un libro de ensayos
sobre arte y literatura de este autor. Se trata de una
compilación de reseñas, prólogos, ensayos y crónicas periodísticas, pero
también desgrabaciones de conferencias y entrevistas. La selección de
los textos y la traducción estuvieron a cargo de Silvio Mattoni, que hizo un trabajo excelente no solo con el pasaje del francés al
español sino también en el ordenamiento de los ensayos, supeditándolos a una
contigüidad temática y de pensamiento.
En estos textos, Sollers se ocupa
de los autores que lo apasionan, que son aquellos monstruos que por su
complejidad, su incomodidad, logran sustraerse de la mirada fosilizadora de la
academia. Son los pensadores que desbordan, los
inaprensibles, los blindados por la genealogía de su propio talento. Hay
franceses: Sade, Rimbaud, Baudelaire, Artaud, Verlaine, Bataille, Flaubert,
Céline, Lacan, pero también están Shakespeare, Nietzsche, Joyce, Poe,
Fitzgerald y Beckett. Además, su mirada se fija en la música
y en la pintura.
En Discurso Perfecto hay dos ensayos dedicados a
intérpretes musicales; en uno el foco está puesto en la pianista argentina Martha Argerich y en el otro en la mezzoprano
italiana Cecilia Bartoli. En estos textos, Sollers, melómano confeso, habla de
lo que más ama y lo hace con un entusiasmo y una
fascinación que resultan contagiosos. Dice sobre Martha Argerich: “Mi sueño fue
secuestrarla durante un mes. Las
Suites inglesas, mañana y tarde. Mil y una veces. Novela sublime”. Cuando se trata de la Bartoli apela a un recurso frecuente en su prosa, la enumeración: “Es
una bruja, un hada, una jugadora, una belleza fuerte y alegre, un genio
despertado. Ella canta, y todo se hace más vibrante, más loco, más delicado,
más libre. Es el efecto Bartoli”.
En pintura, su
índice discursivo excéntrico señala, entre otros, a Courbet, a Renoir, a Van
Gogh y a Francis Bacon. Sus juicios, en este ámbito,
siguen siendo tan provocadores como precisos. Sollers es ágil
y desenfadado para escribir. El ritmo y la temperatura de su discurso se
parecen a los fraseos de un jazzman. Cada oración, cada frase, aporta novedad y frescura al texto. Logra vincular, por ejemplo, el silogismo trágico de Bacon y de Van Gogh con el concepto de la pintura entendida como “un
acto de magia efímera absolutamente concentrada”.
En
sus ensayos, Sollers se aproxima al tema clave sin cerrarlo. Su técnica
se relaciona con el merodeo, gira sobre el asunto con su voz narrativa
poliédrica alternando la taxatividad y la incertidumbre. Por momentos, echa
mano a anécdotas, que siempre están impregnadas de
conceptos. Por ejemplo, incluye una referida a Joyce: “Un día Crevel le muestra
a Joyce el segundo manifiesto del surrealismo para saber si lo firmaría. Joyce
lo lee y le pregunta a Crevel: ¿Puede usted justificar cada palabra? Y agrega
que él, en lo que ha escrito, puede justificar cada sílaba”.
En otros casos,
Sollers usa imágenes fijas, como si fueran fotos de un
momento clave, condensaciones únicas, grumos de espesa elocuencia. Hay una que
muestra a Beckett en el geriátrico con su botella de whisky. Está vital y bien
dispuesto meses antes de caer en su delirio final. En otra imagen se ve a
Céline, en 1946, escribiendo con lápiz en sus cuadernos escolares en el cuartel
de los condenados a muerte en Copenhague.
Sollers escribe sus ensayos
con un estilo poroso. Su mano es virtuosa manejando
oscuridades sin ser él mismo oscuro o críptico. Plantea una
dialéctica precisa y osada, por momentos pirotécnica, que cohesiona con
frescura su espectacular enciclopedia. Cuando define no busca cancelar,
sino más bien abrir. Apuesta a la proliferación de sentidos: “La música es una
manifestación de filosofía general, un arte de vivir a cada instante”. Además,
su voz, de por sí plural, no es la única que aparece en sus textos, sino que la
responsabilidad elocutiva está compartida: hay constantes intervenciones de
otras voces. Siguiendo a Céline, Sollers cita con frecuencia. Sostiene que “el
arte de la cita, aunque no se lo reconozca suficientemente, es el más difícil
de todos”.
En suma, Discurso Perfecto es un conjunto de ensayos de lectura fluida y amena que muestra, con claridad, el
genio y la sensibilidad de un pensador siempre vigente.
"Sollers,
más allá del bien y del mal". Reseña de "Discurso
perfecto" de Philippe Sollers
por Mariana Dimopulos, para Revista Ñ
Quiero el mundo y lo quiero tal cual y lo quiero de vuelta, lo quiero eternamente, y
exclamo de forma insaciable: ¡que se repita!” Así encabezaba
en 1960 la revista Tel Quel su número inaugural. La afirmación del mundo
tal cual es ( tel quel ) fue entonces inspiración para
su nombre, así como su premisa: ir en contra del pesimismo, ir en contra del
nihilismo, ir en contra de la literatura de compromiso. Una
cita del filósofo alemán Friedrich Nietzsche y una revista francesa se daban la
mano. El proyecto durará unos veinte años y será una
de las publicaciones faro del postestructuralismo.
Uno de los fundadores de esta
revista, el más célebre, acaba de publicar un libro
que en cierto modo insiste con aquella fórmula nietzscheana del sí por el
mundo: Philippe Sollers. Y aunque la versión castellana recoge sólo parte de
los ensayos del original, el trazo principal de Discurso Perfecto (editado por
El Cuenco de Plata) mantiene al menos dos ideas típicas de este histórico
provocador, ensayista y novelista francés: su defensa de los escritores
malditos (o más bien maldecidos) y su pasión por un autor especialmente
estigmatizado de la filosofía, Friedrich Nietzsche.
Pero hay también amabilidad en estos
ensayos, artículos de diario, conferencias: pocas
complejidades conceptuales o estructurales. Están construidos, en su mayoría,
sobre dos preguntas que quedan siempre anudadas: qué es la vida de un autor y cómo se lee una obra. Son retratos. Philippe
Sollers está escandalizado y agita, porque nadie sabe leer. Hay que volver
entonces a los autores sagrados, por lo malditos.
No se trata de crear un nuevo canon, sino de verlos en su unión con una obra, no
sancionarlos en base a una moral inválida. El argumento tiene su parentesco con
Nietzsche y recuerda a su programa de inversión de los valores. Entonces vemos
a Céline, que ha sido condenado por colaboracionista, en su prisión danesa,
después de haber escrito numerosos panfletos
antisemitas durante los años de la ocupación nazi. Pero también ha escrito
Viaje al fin de la noche .
Vemos al maldecido Charles
Baudelaire ser juzgado en manos de la falsa decencia en contra de las
indecencias de Las flores del mal . Y a Arthur Rimbaud, que se ha perdido en Africa después de
revolucionar la poesía francesa del siglo XIX, retratado abrazando un fusil
entre otros traficantes del desierto. Antonin Artaud, el loco, Georges
Bataille, el autor “obsceno” de Madame Edwarda, y el más famoso de todos ellos,
el punto cúlmine del escándalo, el mal encarnado: el marqués de Sade.
Sobre todos ellos sobrevuela
Nietzsche, como un ángel o una lente por donde mirar
mejor. Hace unos años Sollers ya le había dedicado un libro notable, esta vez
sí fiel a todos los mejores procedimientos literarios que supo cultivar el
siglo XX, entre otras, gracias a las teorías y discusiones difundidas por la
misma revista Tel Quel. En Una vida divina (El Cuenco de Plata), Philipe
Sollers redescubre a Friedrich Nietzsche, lo actualiza, lo hace vivir más allá
de 1900 en París, donde nunca estuvo, lo hace tener una mujer, que nunca tuvo.
Pero esto por momentos, para luego retratarlo como fue: un hombre solitario,
atormentado por los dolores físicos y por la verdad, funesto, enfermo, dando
vueltas tanto por Italia y Alemania mientras escribía sus libros más famosos,
llenos de invectivas, de iluminaciones y de martillazos contra la moral
cristiana.
A su vez, ese Friedrich Nietzsche es
el álter ego de un narrador que, único que lo lee como es debido, lo lee con
toda la seriedad que el alemán se merece, también escribe, también lanza sus
invectivas contra la moralina del mundo, pero con una corrección clave: este
narrador de Sollers conoce a las mujeres, no tiene sífilis, tiene sexo.
Uno de los textos
recogidos en Discurso perfecto se
llama “Nietzsche, milagro francés”. La justificación aristocrática es una nueva
provocación en lo político y en lo histórico, y es dudosa, pero vale como síntoma.
En el fondo, de lo que se trata es
del ejercicio y la teoría más tajante del individualismo.
Y es cierto que Nietzsche vuelve una
y otra vez a los autores franceses a lo largo de su
obra, condenando y admirando, y gasta muchas páginas en imprecaciones en contra
de su país natal.
En este sentido, esa falsa biografía
que es Una vida divina se enlaza con una importante tradición francesa de la
recepción del autor de Ecce Homo . Dos
clásicos: el libro que le dedicó Bataille, escrito en el último período de la
ocupación nazi en Francia, y el publicado por Deleuze en 1967. El primero,
llamado simplemente Nietzsche , parece un verdadero
precursor de la versión postmoderna que ofrece Sollers. Bataille también busca
una suerte de asociación, de comunidad con el autor alemán, y sus experiencias
están mezcladas con múltiples citas de su obra. Sin embargo, Bataille entiende
que a sus doctrinas “no se las puede seguir, sitúan ante nosotros luminosidades
imprecisas, a menudo deslumbradoras: ningún camino lleva en la dirección
indicada.” La idea de una doctrina no es en vano; para hacer su famosa
inversión total de los valores, Nietzsche no podía dejar de ser un profeta, como el que construyó en Zaratustra. No valía
desarmar la moral y la idea de la verdad metafísica utilizando simplemente la
razón. Había que profetizar. Y sin embargo, jamás
hubiera podido ser una doctrina de una fe, por
supuesto. De ahí que, como dice Bataille, no sea
seguible, no nos resuelva, no nos lleve a ningún lado.
Por el contrario, en Nietzsche y la filosofía , Deleuze emprende la tarea de encuadrar esos
libros indómitos en la tradición filosófica y extraer con cuidado, y otro poco
de propio interés, las teorías no formalizadas en el autor alemán. Se convertirá entonces en el perfeccionador de la voluntad de poder
y del eterno retorno. Será comparado con Kant. Y, ante
todo, será convertido en el férreo enemigo de la dialéctica, el crítico oculto
de Hegel. Según Deleuze, en el sí dionisíaco del mundo “lo negativo es
enteramente expulsado de la constelación del ser.” De ahí que
Nietzsche distinga entre el resentimiento, que es una pura fuerza reactiva de
los débiles en la negación, y la agresividad (crítica), que es el modo activo
del poder de afirmar. Por eso los telquelianos decían, en una traducción
algo modalizada del fragmento 56 de Más allá del bien y del mal
: quiero al mundo tal cual es. En tanto vida y en
tanto voluntad de poder. Con Céline antisemita, con Sade en sus extremos y en su prisión.
Por momentos confundido con el
narrador (aunque este narrador Sollers tenga dos mujeres, un dinero que
alcanza, cenas de jet-set y sesiones de sexo filosófico), rodeado de numerosas
citas propias y de muchos otros autores, Nietzsche aparece en Una vida divina
en un virtuoso retrato (y en una excelente traducción
de Ariel Dilon). Y sin embargo al final, después de todas las posibilidades
retratadas por Sollers, como en una escena del eterno retorno, Nietzsche
termina como en verdad terminó: muriendo loco, cuidado por las dos erinias de
su hermana y de su madre, paralizado, con sífilis avanzada. Se
puede decir, muere alemán.
Y en más de un sentido nunca había dejado de serlo: por su amor a las ciudades italianas, por
su pasión filosófica, y por su perfecta soledad.
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